El eterno dilema de las concepciones de izquierda y derecha, de los pudientes y de los desposeídos; de la inmoralidad intrínseca en esa desigualdad y la aceptación pasiva de las carencias extremas que sufren millones de seres humanos. La expresión más extrema de reacción contra esa injusticia recibió su respaldo filosófico teórico del materialismo de Carlos Marx, construcción que en si misma importa una teleología. Pero llevada a la práctica fracasó, y su inviabilidad era perfectamente previsible; ya lo había adelantado Freud en su opúsculo “El Malestar de la Cultura”, donde dice algo más o menos así como que no veía nada objetable en el comunismo, solo que una vez instaurados en el poder vivirían matándose unos a otros, dada la subsistencia de las más elementales pulsiones humanas. Y es que la falla no está en uno u otro sistema sino en la perversa condición humana; la historia ilustra acabadamente que los hombres han vivido oprimiéndose cruelmente desde el origen de los tiempos, y la capacidad para ejercer la expoliación la daba el poder con que se contase en cada caso. Por eso que era ilusorio suponer en un animal rapaz, que tal es nuestra condición esencial, aceptaría pasivamente las premisas de Luís Blanc entronizadas en una frase que en su postulación de bien adquiere una belleza casi poética: “De cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad”; es una propuesta demasiado hermosa para que pueda tener vigencia en este mundo; y la condición humana no le es dable modificarla al hombre mismo: el “hombre nuevo”, solo tiene expresión en una remera usada con fines estéticos o mero esnobismo petulante, aún por parte de aquellos que hacen del consumo desmedido y superfluo su real estilo de vida. Tal parece que no se puede ir mucho más allá en la búsqueda de equidad que en las teorías justicialistas, que suponen la intervención del Estado como regulador de las fuerzas operantes en la economía social. Debe rechazarse el axioma de que todos debemos ser “liberales” – por igualitarios – a los veinte años y conservador a los cuarenta, principio que en la película se enuncia colocando la división de las aguas en los veinte años. No hay límite de edad para ser sensible ante la injusticia, aunque sean limitadas las posibilidades de actuar sobre ella de modo radicalmente eficiente. También corresponde destacar, y esto se patentiza en el filme, que la acumulación excesiva y superflua de bienes de disfrute personal constituye una obscenidad repulsiva, que conlleva en si misma una agresión violenta.
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